Juan Montalvo, retrato humano de un pensador libertario
Quito, 03 de julio de 2023
La vida cotidiana de Juan Montalvo es poco conocida. La mayoría de los estudios enfatiza, como es obvio, en la obra montalvina y su trascendencia literaria, histórica y política. La faz humana del escritor ha sido relegada, a no ser por la excelente contribución brindada por Galo René Pérez, quien publicó una biografía de Montalvo ricamente documentada.
En esta obra auspiciada por el Banco Central, hemos podido descubrir a un Montalvo de carne y hueso. A ese ser misántropo, taciturno, de presencia altiva pero con un dejo de tristeza en su mirada; a ese hombre que luchó y sufrió por sus ideales y su vocación –la de escritor- que, sin embargo, le dio satisfacciones y sinsabores y, paradójicamente, ni un solo centavo para su sustento; a ese ser que vivía endeudado y perseguido por los tiranos; a ese ser enfermo –era reumático- pero que jamás declinó ante la adversidad; a ese ser que amó y no se inmutó ante los decires de la gente; finalmente, a ese ser subyugado por la pluma y que, por su condición de viajero pertinaz –casi siempre estaba con el pie en el estribo-.
Horizonte personal
La vida personal de Montalvo tuvo características muy especiales. Su condición de escritor combativo le significó una serie de penalidades frustraciones. Su ostracismo, la falta de un calor familiar genuino limitó –o definió- su horizonte personal. A esto se añadía su precario estado de salud y la falta de ingresos regulares.
Recordemos que Montalvo tuvo un espíritu libertario. Sus escritos lo atestiguan. Se formó en el seminario de San Luis de los jesuitas, y su amor a la lectura le llevó por caminos insospechados. De la retórica y a la filosofía, pasó a los clásicos y luego, por decisión propia, aprendió a formar sus ideas y a expresarlas dentro de una rigurosidad suma. Plutarco y Cicerón definieron temprano su vocación de grandeza.
Estas inclinaciones marcaron para siempre el destino de su vida y obras. Pregonó y practicó la libertad en una época signada por la tradición y las ideas religiosas. A esto se añade, según su biógrafo, que los años de estancia en Paris -su primer viaje- debieron influir en su ética del amor.
Tampoco se podría decir que Montalvo era un libertino o proclive al erotismo desenfrenado. Galo René Pérez expresa que Montalvo era “moderado en los reclamos del sexo”. Incluso, recuerda el biógrafo, el desagrado con que Montalvo comentó las escenas de fornicación y el lenguaje revelador del naturalismo francés. Podríamos decir que Montalvo fue un ser humano, un hombre de su tiempo.
Su primer amor
María Manuela Guzmán, ambateña, de 28 años de edad, fue el primer amor de Montalvo. Él tenía 31 años. Sus amores tuvieron como escenario el idílico ambiente de Ficoa, en los alrededores de Ambato. Sus relaciones amorosas debieron comenzar a fines de 1863. Esto dice de su amada en el folleto No.3 de El Cosmopolita, publicado en mayo de 1866:
“Llegas entonces, y descubro todo ser amor y no más, Adelaida; amor indescifrable, amor sin pago y sin objeto, que sí solo ardía.” “Y me pongo a adorarte al punto mismo, si el cariño al cariño siempre excita; porque mirarme y conturbarte era uno, y mi mano al tocar te estremecía.”
Así era Montalvo: un hombre romántico y apasionado. Por algo escribió el propio Montalvo “Don Juan de la Flor”, un pasaje hermoso sobre el amor publicado en su Geometría Moral, en el que se revela de cuerpo entero.
Juan y María Manuela -ambos de temperamento borrascoso- mantuvieron sus amores clandestinos por algún tiempo. De este amor nació en Ambato su hijo -Juan Carlos Alfonso- bautizado el 29 de julio de 1866, como hijo natural de María Manuela Guzmán.
Este hijo turbó las relaciones de la pareja, porque causó serios disgustos en la casa de los padres de María Manuela. Ésta fue agredida por su herido padre y Montalvo llevó dentro de sí una amarga sensación de culpa. Montalvo habló con el padre de la joven, reconoció su culpa y abogó por ella, prometiéndole no perturbarla jamás.
De este modo, los dos amantes rompieron y el rencor mutuo se apoderó de ellos. Juan Carlos Alfonso creció junto a su madre. Montalvo retornó a su inveterada soledad y a sus viajes a Quito, en busca de editor para sus escritos. Sin embargo, por intercesión de un amigo, su hijo le era enviado con cierta periodicidad. Así se refiere Montalvo de su hijito, según Galo René Pérez: “Cinco meses de edad y ya conoce a su padre: alegre, movible, ruidoso, es una tempestadcilla en mi mesa de escribir...”
Más tarde, el 7 de octubre de 1868, luego de intensos cabildeos, un año después de haber publicado en El Cosmopolita el opúsculo “Carta de un joven padre”, que es una especie de desahogo personal sobre su situación, Juan Montalvo contrajo matrimonio con la madre de su primogénito.
A partir de este matrimonio se reiniciaron las visitas de Montalvo a la casa de los Guzmán. Y parecía que la pareja retornaba a su cauce. Pero la fatalidad quebró los planes de la familia. En enero de 1869, apenas tres meses después de la reconciliación y boda, Juan Montalvo fue obligado a expatriarse para evitar los arrebatos de venganza de su enemigo político, Gabriel García Moreno.
Este destierro contribuiría a la terminación de las relaciones con María Manuela, que se encontraba embarazada de otra criatura -María del Carmen Montalvo Guzmán- nacida en Ambato el 8 de mayo de 1869, a los siete meses exactos del matrimonio, lo que hace suponer que María del Carmen fue engendrada fuera del matrimonio o fue una niña sietemesina, como bien lo anota su biógrafo. A esta hija conoció Montalvo a los siete años de edad.
Pese a estos avatares, así recordaba Juan Montalvo a su querida María Manuela: “Yo soy ése que tú amabas; yo soy ése que descansaba en tu regazo; yo soy ése con cuya ensortijada cabellera tus dedos se entretenían; yo soy ése de cuyo cuello te colgabas, a quien mirabas con ojos rebosantes de amor”.
María Manuela Guzmán, su esposa, moriría a los 42 años, el 23 de octubre de 1882.
Sus amores en Ipiales
Ya en Ipiales -que entonces era apenas una aldea- Montalvo inició una etapa gris, de amargas incertidumbres. Su misantropía incurable se acentuó en aquellos desolados y fríos parajes colombianos. Compartía el pan de mesa ajena; sufría por la pérdida del hogar y agobiado por el destierro, no tenía otra alternativa que andar por los lomeríos y escribir.
Luego, con la ayuda de Eloy Alfaro, emprendería su segundo viaje a Europa y pisó por pocos meses tierras peruanas. Su vieja enfermedad reumática hizo estragos en su humanidad, pero decidió finalmente retornar a Ipiales.
En este pueblo sucedió algo singular, que el escritor jamás aludió, en cartas, ni en libros, ni en documento alguno: sus amores con una persona de apellido Hernández que le lavaba y planchaba la ropa, con quien tuvo dos hijos: Adán y Visitación, hecho descrito por Oscar Efrén Reyes, y cuyos registros bautismales fueron hallados por el Dr. Fernando Jurado Noboa, según referencia de Galo René Pérez. Esta situación la mantuvo por varios años.
Pero lo más raro, según Galo René Pérez, y al parecer nada justificable, es que “Montalvo se encerró también en su silencio de igual carácter, de indiferencia y olvido, frente a su hija de matrimonio, María del Carmen Montalvo Guzmán, hermana menor de aquel niño ambateño -Juan Carlos Alfonso- que murió prematuramente, y la cual vivió con María Manuela y sus abuelos maternos”.
Europa, su destino
Muerto García Moreno, a quien de buena gana le hubiera perdonado la vida al gran tirano, Montalvo regresó al Ecuador. Su biógrafo anota que durante su estadía en Quito (1876) tuvo pequeños contactos con sus familiares, de manera especial con su hermana monja -Isabel Adelaida del Espíritu Santo- y su pequeña María del Carmen, que ya tenía siete años de edad.
Y tras la ascensión al poder de Veintimilla -a quien le dedicó Las Catilinarias- con quien tuvo notables discrepancias, volvió a su antiguo reducto -Ipiales-, y poco después, con la ayuda de su amigo Eloy Alfaro emprendió viaje a Panamá y más tarde a Europa, a donde llegó el 25 de septiembre de 1881. Este sería su último y definitivo viaje.
Augustine Conoux
La suma de azares y riesgos, provocados por los continuos ocultamientos derivados de su actividad periodística y los exilios, hicieron de Montalvo un hombre desprendido de los deberes familiares.
En París, Montalvo llevaba una vida tranquila. Escribía para el famoso diario Le Fígaro, paseaba por sus parques y avenidas, revisaba sus escritos y mantenía una activa correspondencia con sus amigos.
En 1883, por sugerencia de éstos, de manera especial de Emilia Pardo Bazán, Montalvo viajó a España, y en este país permaneció dos meses. En Madrid hizo amistad con Clotidina Cerdá y Bosh, hermosa mujer catalana, de 21 años, con quien mantuvo un fugaz enlace romántico. Clotidina le llamaba “Adorado Montalvo”, según confidencia de Fernando Jurado Noboa, genealogista.
Su soledad inveterada fue matizada en París con la amistad y el cariño de una campesina francesa, de atractivos innegables -Augustine Catherine Conoux-, hija de un sastre que vivía en la ciudad Luz de su profesión de modista y tareas de aseo en residencias o departamentos. Esta relación iniciada en 1882 y que duró más de seis años, fue dada a conocer por el propio escritor a su hermano, cinco meses antes de su muerte, desde su lecho, el 22 de agosto de 1888, según constancia de Galo René Pérez.
Así escribe Montalvo de su amada, cinco meses antes de su muerte: “En verdad, ella me ha salvado la vida con sus desvelos y su vigilancia. Tres meses de calentura y anonadamiento habrían sobrado para acabar conmigo la insistencia de este ángel de mi guarda. Después de seis años que vivo en familia, me ha salvado tres veces la vida por su amor por mí, y me ha dado un muchacho, Juanito, de dos años...”
El ciclo vital de Montalvo “polemista, ensayista, pensador y maestro insigne de la prosa castellana”, según reza en una lápida ubicada en el edificio de cinco plantas de la calle Cardinet No. 26, de la capital francesa, terminó el 17 de enero de 1889.
Su vida sentimental estuvo, como se ha descrito, determinada por los sinsabores de su condición de libertario y exiliado, que de ningún modo opaca o debilita su grandeza como hombre entregado a las letras y a los destinos más elevados de su querido país: el Ecuador.
El amor al Ecuador y su destino fue el sentimiento más fuerte que predominó en la personalidad de Montalvo. ¡Su pensamiento debe ser reivindicado!